La epopeya de Luzmila, triunfos del amor de madre en la vida
Una sorprendente historia de vida que muestra todo el amor que puede contener el corazón de una madre.
Cada uno de los 69 años que hasta la fecha ha vivido doña Luzmila Meza Calderón, han sido un viaje cargado de luchas. Desde la ausencia de una madre arrancada de este mundo por una mano asesina, pasando por la indigencia, los vicios, la superación y ver el rostro de la redención y el perdón.
Ha sido un viaje crudo a través de los años que se ven reflejados en sus cabellos de canas platinadas y piel morena algo maltratada por las exigencias de la vida, que fue especialmente dura con ella.
Y para empezar qué mejor que el principio, que se dio un 5 de noviembre de 1965, en el caserío cordobés de Las Bocas, en comprensión municipal de Sahagún. Un día cualquiera, en una de las fincas de aquel pueblo, nació la cuarta hija de Leovigildo Maza, a quien su madre alcanzó a bautizar Luzmila.
Ella, recién nacida, no tuvo culpa ni escapatoria del destino que desde ese momento se comenzó a escribir, pues solo una hora de vida bastó para que las miserias de este mundo comenzaran a oponerse a la felicidad de Luzmila Meza Calderón.
Resultó que en un giro fatal de los acontecimientos, Leovigildo Maza no esperó a que su mujer reposara el esfuerzo de alumbrar, para matarla a sangre fría en frente de los cuatro hijos que tuvo con la mujer.
La abuela de la niña, alarmada, hizo lo que pudo para poder salvaguardarla. “Me regaló a una finca en Sahagún. También mis hermanos fueron repartidos y algunos los fui a encontrar cuando ya estaba grande. También tengo hermanos que se fueron a vivir a Venezuela”, explicó Luzmila con la serenidad que alguien solo expresa alguien que encontró la verdadera paz.
En esa finca, Luzmila nunca fue más que una recogida, o al menos así se sintió.
“La señora que me tenía le estoy muy agradecida porque me dio comida y no me dejó morir. Sin embargo, en esa casa nunca fui una hija, ni me mandaron a un colegio, ni me enseñaron a leer ni a escribir. No tuve amor de madre”, rememoró con nostalgia a Zona Cero.
Ella se dedicó a trabajar. Era la encargada de los oficios varios. Mientras pudo haber tenido el destino de una hija adorada por su madre, debía fregar el piso de la casa, encargarse de la comida en la cocina, y otros oficios más como ayudante. Por ello fue creciendo en ella, el deseo de escapar. De irse a una tierra llena de oportunidades.
“A los 14 años yo me escapé y decidí irme para Barranquilla. Tenía dos objetivos, el primero era que quería ir a trabajar en casas de familia para poderme ganar la vida. En esa época me decía a mi misma la ‘indomable’, porque no le tenía miedo a nada. Por otro lado, quería conocer la Puerta de oro porque de verdad pensaba que Barranquilla las puertas de la casa eran de oro, y grandes como los portones de las fincas en Sahagún, donde vivía”, explicó escudándose en una inocencia e ignorancia infantil.
Así, luego de tomar un enorme y ruidoso bus interdepartamental, desembarcó en el Paseo Bolívar. Así se sintió diminuta en medio de tanta gente y del rigor de una ciudad pujante.
No bien había llegado, su inocencia la llevó ha hacer la pregunta más desafortunada de su vida.
“Le pedí ayuda a un agente de Policía que estaba allí. Él se me quedó mirando, porque yo desde esa época tenía la apariencia de ser una muchacha de mayor edad, él me engañó y me llevó al barrio Chino. Allí me vendió como prostituta y no suficiente con esto, él fue el primero que abusó de mi en compañía de otros dos hombres”, dijo.
“Desde ese día fue una esclava de ellos. Lo que producían de vender mi cuerpo se lo repartían entre el Policía y la casa de prostitución. Al poco tiempo, me di cuenta que estaba embarazada, y eso fue producto de la vez que abusaron por primera vez. Con el tiempo supe, que era del Policía”.
En ese momento, los proxenetas decidieron hacerla abortar, para así poder seguir sacando provecho de ella y explotar el abuso sexual económicamente. Sin embargo, algo dentro de Luzmila se encendió, no estaba dispuesta a dejar ir el fruto de su vientre.
“Cuando ellos me llevaron al sitio donde me iban hacer abortar, yo decidí que no iba a dejar que mi hija me la sacaran. Era una vida que yo tenía por dentro, que no importara lo que pasara, iba a nacer. Por eso, aproveché y me escapé”.
Desde ese momento, Luzmila inició una vida en la indigencia. Comiendo de lo que conseguía en la calle, en la basura y de la caridad de los demás. Su hogar fueron las esquinas del Paseo Bolívar, en el centro de la ciudad, donde se arrojaba en las noches a conciliar el sueño.
Entre tanto, el Policía, la encontró, pero ante el miedo que le provocó poder ser descubierto, este solo la amenazó para que guardara silencio. Así hizo, una atemorizada Luzmila, “pues sería la palabra de una gamín contra la del agente”.
“Así estuve hasta que un día nació mi hija, en una esquina al frente de un bar. La gente que estaba alrededor de mi se compadeció y me taparon con una sábana mientras alumbraba. Uno de los señores que estaba allí me dijo que la bautizara Luz Helena, como una reina que tenía Colombia en esa época”.
Como cada niño viene con un pan debajo del brazo, Luzmila pronto encontró la misericordia del dueño del bar en cuya fachada dio a luz. Este le ofreció un trabajo, para que pudiera sostenerse.
“Yo trabajaba como mesera, en las noches metía a Luz Helena en una caja de cartón y la ponía debajo de las mesas. Me pagaban 200 pesos mensuales y con eso me sostenía a mi y a mi hija”, explicó.
En medio de ese enrarecido ambiente de la noche, Luzmila experimentó por primera vez las nociones del amor y de la entrega por la voluntad propia y no por la obligación
“Trabajando en el bar conocí a un ‘cachaco’. Al tiempo nos fuimos a vivir juntos. Luego de unos meses, ese hombre, Alonso Ospina, me sacó a vivir y con el tiempo volví a quedar en cinta. Cuando él se enteró, me dijo que abortara que no podíamos sostener a dos hijos”.
Nuevamente, el amor de madre fue más grande que cualquier presión que pudiera ejercer el mundo.
“Inmediatamente abandoné a ese hombre. Prefería ser mamá soltera de dos hijos, que tener marido el fruto de mis entrañas muerto. Volví al bar a trabajar y nació mi hija Luzmila”, sostuvo con determinación.
Así, ese punto de su vida, a los 18 años, a Luzmila le habían asesinado a su madre, se había fugado del pueblo, había sido victima de abuso sexual, vivió en la indigencia, fue mesera de un bar, se había separado y ya tenía dos hijos. Pero sobre todo un vacío en el corazón.
“Un día salí del bar, alcoholizada en mi sangre. Y tirado en el piso me encontré tirado a un hombre muy hermoso, blanco, alto, muy bonito. Y me lo quedé mirando. Me pregunté sí ese hombre no tenía quien lo quisiera como yo. Tal vez, podríamos tener algo bueno”.
Así, Luzmila recogió del suelo, a Óscar Díaz, lo llevó a su casa. Y vivieron juntos durante 11 años. Compartieron sus triunfos, dolores, alegrías y vicios. El de ella por la bebida y el de él por las drogas, en especial la marihuana.
Junto con Óscar, por increíble que parezca, Luzmila inició una de las etapas más prósperas de su vida, aunque hundidos en los vicios.
“Bueno, la verdad es que tuve con él dos hijos más: Miguel y Elcira. Mi meta siempre fue tener cuatro hijos, como los tuvo mi mamá, antes que la matara mi padre. Luego de eso, yo renuncié al bar, con la liquidación compramos carne y montamos una carnicería. Llegamos a tener cinco y con el tiempo salimos de nuestras adicciones”, exclamó.
Tanto fue el amor, que Luzmila le pidió el favor de que la dejara traer a su madre a vivir con ellos. Óscar aceptó sin vacilar.
“Lo que pasa, es que él no sabía la historia de mis padres. Así que me fui al pueblo, de la tumba de mi madre, saqué los huesos y me los llevé en una caja”.
Pero eso no fue lo único que recogió en el camino.
“Estando en el pueblo me preguntaron que sí no quería hacerme cargo de un niño pequeño de meses, que estaban regalando por la muerte de su mamá. Yo me lo llevé, porque aunque ya tenía los hijos que deseaba, no podía dejar que ese niño pasara por lo mismo que yo y lo bauticé como Carlos Enrique”, expresó con el sentido maternal que la regiría el resto de su vida.
Fue una década muy próspera, compraron una casa en el barrio La Unión y su mejor local quedaba ubicado en una de las aceras de la calle 20 de julio. Pero en la vida de Luzmila, lo único que estaba determinado para durar para siempre, es el amor de madre.
Un día Óscar murió, pero dejó en este mundo deudas y enemigos. Cosas que heredó ella y que por poco le cuestan la vida.
“Una noche mandaron tres hombres a mi casa a matarme. Me partieron la cabeza, un brazo y la pierna. Me sacaron de mi casa, delante de mis hijos que aún estaban pequeños y me tiraron en un monte. Yo no podía dejar a mis hijos solos, así que no me dejé morir. Terminé en el hospital, pero de vuelta con mis hijos”.
Fueron estos enemigos, los que al final le terminaron jugando la peor de las cartas posibles, pues no solo la robaron una tarde que se disponía comprar ganado para su carnicería, sino que además la empapelaron, con droga y un arma, para acusarla de un asesinato que no cometió y mandarla recluida a la cárcel Rodrigo de Bastidas, de Santa Marta.
Luego de un juicio, veloz de tres meses, Luzmila fue condenada a once meses de prisión. Fue en esa época de su vida que conoció la fe que ahora profesa, por intermedio de unas evangélicas que llegaron a compartir la palabra de Dios.
“A mi me prohibieron que hablara con ellas. Pero por llevarle la contraria a las otras internas, no solo hablé con ellas, sino que ese mismo día me convertí. Luego empecé a retar a Dios, le propuse que sí el me sacaba de esa cárcel y me cambiaba, yo le serviría el resto de mi vida”.
Luego de ayunar dos días, sin previo aviso, y por razones que aún desconoce, una orden de un juez directamente de Bogotá llegó al centro carcelario. Era la boleta de libertad para Luzmila, que sin saber mucho, quedó en libertad, solo con lo que tenía puesto.
Tan pronto como pudo, consiguió plata regalada para regresar a su casa en Barranquilla, salvar a sus hijos del mal momento y encontrarse que su padre, Leovigildo, aprovechó la coyuntura para vender todo y en unos meses quedarse con lo que Luzmila logró en tantos años de sacrificio.
Ya sin nada, Luzmila decidió cumplir su promesa.
“No volví a buscar trabajo. Me dediqué a buscar la forma de cumplirle a Dios. A los ocho días estaba en la cárcel Modelo evangelizando. Allí conocí a un hombre que decían que era muy malo. Pedí a Dios por él y hoy en día, es mi esposo”.
Ese hombre es Donnys Rivera Pérez, ocho años menor y que quedó prendado por la entrega que destilaba. En la cárcel se enamoraron y cuando este fue trasladado a Cúcuta, para terminar de pagar la pena de 30 años que tenía, se casaron en ese centro penitenciario.
Hoy en día, luego de mucho predicar, ese amor que la llevó a recoger niños de la calle y criarlos como propios, la llevó a crear una fundación donde primero recibía a los ancianos en su casa. Más tarde, tocando puertas, fue adquiriendo terrenos en Galapa donde ya atiende a más de 100 ancianos que vivían en la indigencia y han sido rescatados por ella.
“Dios dice que en la Tierra Prometida brota la leche y la miel. Acá quiero lo mismo, que sea un sitio donde ellos puedan vivir tranquilos y cerca de la gracias de Dios. Yo solo esto cumpliendo con la misión que me puso Dios”, asegura.
Todos estos años, forjaron en ella lo que es el verdadero amor de madre, el mismo que la llevó a superarse y a terminar el bachillerato y graduarse en 2015 a los 64 años de edad.
“Yo no supe nunca lo que era ser hija. Que te trataran como una. Pero sí sé lo que es ser madre”, cerró.
Ese amor la llevó incluso a perdonar a su padre, Leovigildo Maza, a quien llevó a vivir con ella, para perdonar, amar y compartirle de su fe en los últimos días.
"Comprendí que no podía tener odios en mi corazón. Hace años decidí cambiar mi apellido de Maza a Meza, para no tener nada que ver con él. Pero al final, gané a mi padre para Cristo y pudo cambiar su vida en los últimos años".
Mientras, siguen pasando los días, y con cada día una prueba. Ahora, su desafío es encontrar en el día a día la comida para cada anciano, el dinero para poder pagar el arriendo de algunos edificios de la sede y los elementos para terminar de construir un sueño.
Uno que tiene dos edificios, donde se alojan de un lado los hombres y de otro las mujeres. Donde reciben comida y atención psicológica, apoyo de trabajo social y cuidados médicos por parte un personal que dignifica los últimos años de los desvalidos, con el toque extraordinario que solo el amor de madre de Luzmila les puede brindar, así no sean hijos de sus entrañas, sino hijos de la vida.